LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

jueves, 28 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (y VII)

El sitio de San Francisco

Quedan los nombres. A veces quedan sólo los nombres. San Francisco, por ejemplo. Ahora, si preguntáramos, nos señalarían una torre de pisos, “los pisos de San Francisco”, una torre de pisos perfectamente anodina, como tantas otras de la geografía urbana, una ínsula de ladrillo que se yergue casi sobre la misma orilla del río. Ha quedado el nombre, y en el formol del nombre se ha conservado lo que fue antaño. Y fue convento, naturalmente que de frailes franciscos, fundado hacia la mitad del siglo XVI. Entre las reliquias que conservaba, cuenta el padre Leandro José de Flores «una cabeza de las Once Mil Vírgenes, un pedazo de cráneo de San Liborio, obispo y mártir, dos huesos de San Celestino, Papa y confesor, otros dos, el uno de San Antonio Mártir, y el otro de San Marcelo, Papa y mártir, todas las cuales son dádivas de la Serenísima Señora Doña María de Austria, Emperatriz de Alemania». ¿Adónde habrán ido a parar todos estos huesos de vírgenes y mártires? La crónica cuenta sólo que los contratiempos del claustro comenzaron con la invasión de las tropas francesas, que lo saquearon y derribaron parcialmente. Luego, las exclaustraciones y desamortizaciones liberales acabaron de darle la puntilla, y lo que fue convento se convirtió en propiedad particular; la antigua iglesia, en molino de aceitunas. Pero el nombre del lugar persistía; mueren las cosas, se transforman, pero el nombre, lo más frágil, continúa. Continúa y se hereda, y en lo que fueron huertas y jardines del antiguo monasterio llega y se instala el progreso, es decir, el ferrocarril, y San Francisco pasa a ser la estación y apeadero de San Francisco. Se inaugura la línea férrea entre Sevilla y Alcalá de los Panaderos en 1873. Luego el ramal se prolongaría hasta Gandul y llegaría hasta Carmona. El tren de los Alcores. El tren de los panaderos. Sí, pero también el tren de los pintores, porque en él llegarían los paisajistas, que más de una vez fijaron en sus lienzos la propia estampa de la vía férrea. Y el tren de los aceituneros, pujante industria transformadora y exportadora. Llegaba el tren a San Francisco después de horadar la montaña del castillo, y Luis Montoto, el amigo de Demófilo, cantaba la irrupción en el paisaje arcádico del nuevo símbolo del progreso, capaz de salvar el formidable obstáculo del castillo feudal y medieval, a través de la obra ingenieril del túnel:
Súbito retiembla el cerro,
y el castillo se estremece,
y resoplando aparece
gigante monstruo de hierro.
Enmudece la canora
ave, repuesta en el nido,
y llena el aire el silbido
de la audaz locomotora.
Horada el monte, le abrasa
el corazón con su fuego;
corre y desparece luego
¡Es el Progreso que pasa!

Ahora parece que ese Progreso, decimonónico y con mayúsculas, ya ha pasado, para no volver más. El tren se detuvo y ya no volverá a pasar más por aquí. Durante mucho tiempo los raíles siguieron tendidos en paralelo al curso del río, oxidándose bajos los soles y las lluvias. Dicen ahora que la antigua vía férrea de Sevilla a Carmona se convertirá en una vía verde, que no sabemos muy bien que es, pero que suena mejor que una vía roja o una vía amarilla, así no sea más que porque el verde es el color de la esperanza.
Pero quedan dos restos ferroviarios sobre los que el paseante sentado reflexiona. Uno es el viaducto sobre el puente romano, otro el talud que se rellenó para salvar la pendiente y sobre el que estuvo situada la estación. Ambas cosas estorban porque impiden el encuentro de la ciudad con el río. A pesar de discurrir por varios términos municipales, donde el Guadaíra se hace río urbano es en Alcalá, y sólo en Alcalá. Pero Alcalá, por lo visto, y a pesar de la retórica, parece como que no quiere enterarse. Los paisanos del paseante sentado, o del peripatético sedente, padecen la manía funesta del conservacionismo a ultranza, aunque luego se les vayan las mejores. Y han dado en decir que el viaducto ferroviario es una seña de identidad, sacro y definitivo palabro. Una obra pública de antier por la mañana, sin más historia ni más arte, ni más nada. Una cosa funcional… para cuando algo, el tren, funcionaba. Pero el tren ya no volverá a pasar por allí. Y ahora viaducto y talud para lo único que funcionan es para impedir la vista del río desde la margen derecha. Para incomunicar visualmente, y quizás no sólo visualmente, las dos orillas en que el río parte la ciudad. Que vuelva el talud a su cota primitiva, que se derribe el horrible —sí, horrible— viaducto. Tal como Sevilla hizo en la calle de Torneo, recuperando un río que también le estorbaban y robaban unas instalaciones ferroviarias obsoletas. Claro que Sevilla es ciudad, y Alcalá pueblo. Y de lo pueblerino líbreme Dios, y no digo más.

Las ortopedias del río
Hay el mito roussoniano de lo natural, el mito del buen salvaje. Pero lo natural, si existió, ya dejó de existir. No hay nada que sea enteramente natural, empezando por el hombre. No siempre lo natural es bueno: un huracán, una erupción volcánica son fenómenos naturales, pero catastróficos. La naturaleza hemos de ir domeñándola, encauzándola, con gran respeto, eso sí, de sus leyes, pero a la conveniencia y medida del hombre.
El río es fenómeno natural, pero ya tampoco ni de todo en todo. Empezando por los molinos, que represaron su caudal, que fijaron amplias láminas de agua, que retardaron la huida tal vez alocada e inútil del río chico hacia el río grande. Y siguiendo por los puentes, que permitieron vadearlo. El puente por excelencia de los que cruzan el Guadaíra es el romano, o de origen romano, que en esto tampoco hay que exagerar, que nombran de Carlos III, que es quien verdaderamente lo tendió. Luego, en años aciagos, y como este puente ilustrado se quedaba pequeño, tendieron otro al lado, cejado y no paralelo, sin gracia y tal vez sin mucha funcionalidad, por mor del dichoso talud y viaducto, que impedían un trazado más racional. Ahora diz que pronto tendremos otro puente sobre el Guadaíra, a la altura del Zacatín y del Adufe. Ya lo cruzaremos, si lo cruzamos. Mientras tanto, soñemos con que el más viejo de todos, el romano, o dieciochesco, pueda quedar reservado a uso exclusivo de peatones y ciclistas, y restituido a su prístina forma, sin barandillas metálicas, con su antigua mampostería.
Presas y puentes son lo que pudiéramos llamar la ortopedia del río. Como también es ortopedia el encauzamiento artificial que sufre el río a partir de su paso por los terrenos de la Universidad de Pablo de Olavide, o el desvío de su desembocadura natural frente a Gelves a otra más abajo, ya cerca de las Marismas. Natural, a esta alturas del siglo XXI, ya casi no queda nada. Hay sobre el río muchos planes de ortopedia, que quieren devolverle caudal y arboledas, limpidez a sus aguas. El paseante sentado sólo espera a poder verlas, esas mejoras y remedios que se nos anuncian, que no acaban de llegar, que vamos ya perdiendo la esperanza de alcanzar a ver.

El paseante se levanta
Cae la tarde despacio, tarde de primavera prolongada. Como estamos en horario de verano —otra cosa que ya no es natural— aún quedan horas de sol. El paseante sentado, cansado de fijar la vista en el papel blanco o en la pantalla luminosa, se levanta del sillón frailuno y sale a dar un paseo, a tomar el fresco. Y baja hasta la orilla del Guadaira, muy cerca de su casa. Para mirarse en el espejo de este río que, como él, como cualquiera, corre en busca de un mar lejano. Para escuchar la canción soñolienta del agua. Para recordar eso, tan sabido, tan olvidado, que nuestras vidas son los ríos. Para aprender la única lección que nos importa.

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