LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

miércoles, 28 de septiembre de 2005

No es lo mismo chapú que chapuza

Un mozalbete me cuenta que se gana la vida "haciendo chapuces" con un primo suyo. "Ah, le digo, pero estas chapuzas..." No me deja terminar. "No, no, chapuces." Al principio me quedo desconcertado. Enseguida comprendo. Lo que él hace no son chapuzas, sino chapuces, que es distinto.
Picado por la curiosidad, consulto el diccionario. Chapuz viene del francés antiguo chapuis. Del mismo origen es chapuza. Por estas tierras, la gente dice "hacer un chapú" ("obra o labor de poca importancia"), y su plural es chapuces. En ese caso, la chapuza, o las chapuzas, son obras mal ejecutas, defectuosas.
El jovenzuelo tenía razón (aunque sus razones aún no las recoja la Academia): no es lo mismo un chapú que una chapuza, unos chapuces que unas chapuzas.

viernes, 23 de septiembre de 2005

Libros de texto

De niño me extrañaba la denominación "libros de texto". ¿Acaso los demás libros carecían de texto? Luego supe que se trataba en realidad de una abreviatura o elipsis de la paráfrasis "libro de texto oficial". Algo sobre lo que siempre se ha debatido mucho, por lo menos del siglo XIX para acá. ¿Debe haberlos? ¿Quién lo impone? ¿Con qué limitaciones y cortapisas?
Hoy el debate parece centrarse sobre el precio, fijo o libre, con descuentos o sin ellos. Sobre la gratuidad de los mismos, que los políticos -esos Reyes Magos que trabajan todo el año- ofrecen en su continua puja por el quién da más. Pero las familias siguen pagando cada mes de septiembre una bonita suma por los libros de los niños.
Los libros cambian casi cada año, porque casi cada año sale una nueva ley de educación que anula o contradice a la anterior. Además, como las editoriales se ven obligadas a sacar un libro distinto en cada autonomía, los precios se disparan porque los costes aumentan y además no da tiempo a amortizarlos.
Otra cosa es que esos libros luego no se utilizan sino, como mucho, al cincuenta por ciento. Porque los programas oficiales son ambiciosos, omnicomprensivos, enciclopédicos, casi utópicos. Y claro, el programa nunca se termina, porque la realidad, la triste realidad del aula, otro día nos referiremos a ella, no lo permite.
Yo estudié la primaria con la benemérita Enciclopedia Álvarez. Allí estaba todo: la geografía, la historia, la lengua, las matemáticas... Y no duraba un curso, sino varios. No era libro de usar y tirar, la prueba está en que todavía se reedita, con gran alborozo de carrozones y nostágicos.
Pero ahora una misma asignatura, pongamos por ejemplo, la de lengua y literatura española, requiere un libro cada curso. Cuatro libros, cuatro, para cada uno de los cursos de la ESO. Más dos más si el alumno cursa los dos cursos del bachillerato. A uno esto le parece un disparate, pero otros más gordos se ven todos los días y no pasa nada.
Y otro disparate: en el libro de texto actual lo que prima es el diseño, las ilustraciones, las fotografías a todo color... Algunos son mareantes para la vista, tan llenos de cuadrículas, sobrestampados, tramas, cambios continuos de color en la letra... En los libros de texto actuales lo que menos hay es ...texto. Y no digo yo que la ilustración y la fotografía no sean necesarias, pero en todo existe una medida, y tan malo es no llegar como pasarse.
El libro de texto, el manual, es un valioso y hasta indispensable auxiliar del estudiante. Siempre he dicho que el peor manual es cien veces mejor que los mejores apuntes. Pero siempre que se trate de un manual, no de bazofia comercial para hacer el paripé y sangrar el bolsillo de las familias.
Habría que repensar el concepto de libro de texto. El concepto y las formas. Pero, ¿a quién le interesa este prosaico asunto? Hablemos de cambiar los estatutos, de inventar nuevas naciones, de romper la caja única, de dislocar los huesos de la pobre España. Incluso de facer otra nueva ley de educación. Es mucho más divertido.

domingo, 11 de septiembre de 2005

Odi et amo

Detesto la política. Me parece un veneno capaz de enfrentar a las familias, alejar a los amigos, retorcerle su cuello delicado a la verdad y poner la agria nota de discordia en la mesa y hasta en la cama. El hombre politizado divide el mundo en amigos y enemigos; los amigos, claro, son los de su cuerda; los enemigos, todos los demás. La política, cuando se la deja suelta, y los hombres se entregan a ella con ardor y sin reserva, nos lleva a las mayores catástrofes. La Guerra Civil, de la que tanto se habla ahora, es una muestra elocuente de la vesania de que es capaz el hombre politizado. Y no es la única en nuestra historia, es sólo la más reciente (no vamos a recordar ahora los horrores de la carlistada). Sin llegar a tales extremos, la política falsifica al hombre: subraya sus rasgos más exteriores y superficiales, olvida lo más hondo y permanente.

Amo la política. Me parece una herramienta de la justicia y del progreso, la forma civilizada de vivir en sociedad, de debatir sobre ideas que puedan conducirnos al amejoramiento de nuestras circunstancias. La política es peligrosa como los automóviles: acelera, frena o da marcha atrás. Nos lleva a los sitios o nos lleva a la muerte. Aumenta el PIB y la renta per capita, pero también puede hundir continentes enteros en el hambre y la miseria (véase África). Por eso importa el conductor, la mecánica. Nadie puede abstenerse, a menos que la sociedad le importe un bledo y el bien común le resulte indiferente. Se dice que la cirujía es el fracaso de la medicina. La guerra es el fracaso de la política, y la política, a su vez, el fracaso del orden natural que transgredió el pecado. El buen salvaje no ha existido nunca: sólo el salvaje. Que es lo que somos todos cuando nos quitamos el manto de la civilización.

Amo la política, me interesa, me apasiona, la considero imprescindible: por eso la detesto.

domingo, 4 de septiembre de 2005

Fernando Tomás

El nombre de Fernando Tomás Pérez González era hasta ahora uno de esos nombres a los que no podía asociar un rostro. Conocía, sí, su voz, porque hablamos varias veces por teléfono. Su letra, porque nos habíamos carteado. Pero no su rostro, porque no llegamos a encontrarnos nunca. Ahora sé que ese encuentro ya no será posible. Fernando Tomás ha muerto. Me entero de la triste noticia por el weblog de Álvaro Valverde, que además cuelga varias fotos (ahora ya conozco su rostro). Fernando Tomás tenía 52 años, los mismos que yo tengo ahora, y se lo ha llevado eso que con macabro eufemismo se denomina "una larga enfermedad".
Habíamos hablado mucho de los orígenes y raíces extremeñas de la familia Machado (incluyendo la rama de los Álvarez Guerra), del magnífico proyecto -y realidad- de la ERE, de las relaciones entre Andalucía y Extremadura (la revista Demófilo de la Fundación Machado llegó a publicar un número extraordinario sobre el tema)...
Es triste la muerte en plena sazón de un hombre del que aún tanto se esperaba. Es triste pero es irremediable. Queda, eso sí, la memoria. La memoria del trabajo bien hecho y del hombre de bien (¡qué arcaica, pero que insustituible, esta expresión, hombre de bien!)
Descanse en paz Fernando Tomás.