LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

sábado, 29 de agosto de 2009

Babelia

Una cosa hay que reconocerle a Babelia cuando menos: que resiste, que no nos abandona, que no se va de vacaciones, como otros suplementos que en agosto nos dejan tirados.

Y además, en su última entrega, habla de un género poco (relativamente) cultivado en España: el de la biografía.

Aplausos. Y a ver si otros siguen su ejemplo...

lunes, 24 de agosto de 2009

Las dos mitades de la misma naranja

Me he pasado media vida siendo un izquierdista serio y aburrido. Creo tener, pues, ganado el derecho a pasarme la otra media siendo un divertido y gamberro reaccionario. En el fondo, disparo contra mí mismo. Y eso yo no sé si va a ser tan divertido.

domingo, 23 de agosto de 2009

Comentarios originales

Ha recibido uno en esta bitácora muchos, muchísmos comentarios, divertidos, originales, profundos, interesantes, aportaciones todas que han enriquecido este pequeño y humilde rincón de la blogosfera, que quizás sin ellos sería todavía más pequeño y humilde..., pero quizás ninguno tan original, y tan raro, como este que aparece en la entrada "Con el latín saldría más barato" (el tercero por la izquierda).

Imagino que el comentarista debe de tener muchísima razón en todo lo que que afirma, o niega, o pregunta.

(¿O me estará insultando ante media humanidad, esa a la que en vez de vivir en Occidente le ha dado por vivir en el Oriente?)

sábado, 22 de agosto de 2009

La autopsia de Antonio Machado

Véase la Revista Española de Patología.

Sin embargo, el autor del artículo, el Dr. Ruiz Liso (un interesante artículo suyo sobre el aborto, AQUÍ), no parece haber tenido en cuenta las declaraciones del propio Machado sobre su salud. El 2 de noviembre de 1930, por ejemplo, y no es la única alusión al asunto en su correspondencia, rigurosamente editada y anotada por Jordi Doménech, le escribe a Pilar Valderrama:

"Tengo que permanecer en Madrid hasta mañana por lo menos, para asistir a la clínica del Dr. Jiménez, que quiere hacerme un reconocimiento detallado. No estoy bueno, diosa mía. Sólo a tu lado me siento vivir intensamente, con olvido de todo. Sí, en esos momentos, soy feliz, fuerte, joven, sano... Después, empiezo a decaer, y a recaer en mi abatimiento. Pero ahora, quiero seguir tu consejo y hacerme reconocer seriamente, y proponerme hacer lo preciso para mejorar un poco la salud."

En esa misma carta, más adelante, confiesa que se conformaría con vivir dos años más, que son los que calcula le faltan para concluir su obra.

Y por cierto, ya que los restos de don Antonio están perfectamente localizados, no entiendo cómo no se le ha ocurrido a alguien exhumarlos y hacerles una necropsia. Bueno, no quiero dar ideas.

miércoles, 19 de agosto de 2009

El milagro del amor

El amor verdadero comienza cuando uno se da cuenta de que el amor de las criaturas no existe y que el ser amado no es más que un vaso de agua para nuestra inmensa sed otorgado por el azar en un encuentro fortuito o un tanteo aún vacilante de nuestro ciego impulso hacia lo infinito. Cualquier otro ser podría fácilmente sustituirlo porque para saciar la sed basta cualquier bebida, y con cualquier material se puede tallar un ídolo. La revelación es dura, pero de este bautismo en la verdad, inmensa y amarga como el océano, vemos resurgir, como una aparición que disipa las apariencias, un nuevo amor hacia las criaturas que ya no debe nada a la necesidad, al azar o a la mentira. Este amor es noble porque ha depurado y separado todos los elementos extraños, invulnerable porque pasa por encima de la muerte y único porque encuentra de nuevo en el ser amado la imagen pura del Dios creador. También aquí la inmortalidad comienza en la resurrección. Pero antes de resucitar hay que morir, y sólo después de aborrecer las cenizas de la nada se paladea el ser.

No amamos a alguien porque sea único, sino que, al contrario, llega a ser único porque lo amamos. Es el amor el que nos eleva a la existencia irreemplazable e inmortal. Es "fuerte como la muerte", porque nos libera como ella del tiempo y de las apariencias. Antes de amar y ser amados, no tenemos existencia verdadera: no somos más que una nebulosa de posibilidades confusas y casi anónimas. El amor nos entresaca de la masa informe y común, del vano torbellino de átomos intercambiables. El amor crea primero dos soledades y luego las une. Todos los bloques de mármol del mundo son más o menos lo mismo, pero cuando Miguel Ángel escoge uno, aunque sea al azar, para esculpir su sueño, a partir de ese instante todo azar queda superado y la forma de la estatua responde a una idea única de Dios eterno. Y la materia y la forma de la obra quedan unidas e inseparables para siempre.

El milagro del amor consiste precisamente en cambiar los elementos que otorga por el azar en dones de la Providencia, revelándonos, a través de las pruebas que van destruyendo todo lo mortal que hay en nosotros, el fulgor divino de un amor irreductible a todos los comunes denominadores de la materia y del tiempo. ¿Cómo llegaríamos a descubrir la inmortalidad escondida en nosotros si no gustáramos el sabor de la muerte?


[Gustav Thibon, Una mirada ciega hacia la luz. Reflexiones sobre el amor humano, Barcelona, Belacqua, 2005]

martes, 18 de agosto de 2009

Tentenecio y otras rúas

A raíz de esta entrada de José Manuel Benítez Ariza, se me ocurre que podíamos entretenernos formando un catálogo de calles con nombres raros y curiosos de España y otros países. Por ejemplo:

Tentenecio (Salamanca, España)


[Ya estoy oyendo a Ridao decir: "sí, pa entretenernos, como si yo no tuviese ya bastante entretenimiento con estos cuatro angelitos... y los versos, y el pinganillo..."]

lunes, 17 de agosto de 2009

Yo te enlazo si tú me enlazas...

... Pues, no. Por ejemplo, el poeta canario Bruno Mesa tiene enlazado mi blog en el suyo, Argumentos en busca de autor, pero yo no le tengo a él en el mío, y ni siquiera recuerdo haber puesto nunca ningún comentario en ninguna de sus entradas. Cierto es que lo leo, sí, pero a través de otro bloguero que sí que lo tiene enlazado.

Porque si uno tuviera que enlazar todos los blogs que visita....

Pero adonde voy: que esto de los blogs no es el botafumerio mutuo que muchos, o algunos, se imaginan.

viernes, 14 de agosto de 2009

La operación de leer (3 de 3)

Y es que la operación de leer exige siempre que el lector salga de sí mismo, que se aleje de sus certezas dogmáticas, de sus apriorismos y estrecheces y, abierto y humilde, se abra a la obra como la obra, libro abierto, se abre para él. No renuncia el lector, no debe renunciar, a sus convicciones o a sus gustos. Lo que debe es ponerlos en suspenso, es decir, escuchar silenciosamente, y con atención, lo que el libro le dice. Luego le tocará su turno para asentir o disentir, y en todo o en parte.

Pero, de todos los tipos de lectura que puedan describirse, no es la del crítico la que más me interesa, sino la del lector silencioso y anónimo. Ése que ha ido leyendo libros desde su infancia y adolescencia, a través de sus años maduros, y que se ha dejado herir por su belleza, contagiarse por su sabiduría o… inflarse con sus vanidades, locuras y disparates. Ese lector cuyo mejor retrato, acaso, será su biblioteca. Ese lector silencioso que sólo comenta los libros con sus amigos o con su novio. (Y digo novio porque lector lo he usado siempre no en sentido de masculino estricto sino de masculino genérico, o sea que, como aquí, puede ser también lectora y tener novio).

Ese lector, o lectora, ¿ha leído siempre los mismos libros, quiero decir, de parecido linaje y pelaje? ¿O han ido cambiando sus gustos con el tiempo? ¿Habrá aprendido algo, no habrá aprendido nada? ¿Cómo le han influido esos libros en su vida, y en qué? ¿Y cómo se fueron mezclando, en la probeta de su alma, esas lecturas? ¿Qué nuevo y extraño mejunje habrán destilado
? La operación de leer tiene aspectos mecánicos, rigores metódicos, parámetros observables, pero tiene también un misterio que nunca desvelaremos.

[Nota bibliográfica: artículo aparecido en El mirador de los vientos, núm. 3, 2008; hace poco me comunica su director, José Luna Borge, que la revista deja de publicarse por dificultades crematísticas; otro caído más, supongo, de la crisis económica. Habrá brotes verdes, yo no lo niego, pero también hay hojas, y hasta árboles, que caen. Pues que sirva de homenaje al caído.]

jueves, 13 de agosto de 2009

La operación de leer (2 de 3)

[Allan R. Banks, Story hour, s. XX]


Si hubiera que distinguir entre un lector pasivo y un lector activo, yo diría que el activo es aquel que expresa su opinión sobre lo leído, y esto lo puede hacer, bien como crítico o reseñista en un periódico, bien asentando un nota en su diario personal, o bien simplemente al comentar la lectura en una tertulia entre amigos. El pasivo sería, claro está, aquel que lee y calla. Pero aun así, no diría yo que fuese pasivo, sino sencillamente silencioso. Porque, ¿quién sabe lo que ocurre en el alma (en la mente, en el corazón…, dígase, si se quiere, en las entrañas) de alguien que lee Guerra y paz, Madame Bovary o la poesía de San Juan de la Cruz? ¿Qué metamorfosis secretas se obran? ¿Qué impresiones se graban? ¿Qué mundos se abren? Desde Aristóteles sabemos que el efecto de la literatura es la catarsis, pero lo qué no sabemos es medir ni calibrar ni graduar la catarsis. Cada persona es un mundo. Un mundo por descubrir. Un mundo que no descubriremos, del todo, jamás. Porque ni siquiera esa misma persona se descubrirá del todo a sí misma jamás.


Pero hay lectores parlantes, y hasta parlanchines. Esos lectores obligados a hablar, hasta por los codos, son los críticos. Hay diferencias, claro, entre el crítico de periódicos y el crítico académico, entre el crítico impresionista y el crítico erudito, entre el que escribe en efímeras hojas volanderas y el que redacta gruesos y sesudos tomos, pero todos tienen algo en común, o deben tenerlo, y es su condición de lectores. Nunca se insistirá lo bastante en que la primera condición de un crítico es que sea un buen lector. Y lector en la primera acepción del verbo leer. Soy un convencido defensor de la crítica militante, porque creo que la crítica o es valoración o no es nada, pero antes de interpretar, antes de valorar, hay que leer y saber hacerse cargo de lo que se lee. Tengo sobre mi mesa de trabajo, para que me sirva de permanente recordación y norte y guía de mis afanes, la frase de Gustav Lanson, el gran maestro de la filología positivista francesa, en que se resumían las tres fundamentales reglas del oficio: “Leer lo que el texto dice, todo lo que dice y sólo lo que dice.”

Parece sencillo, de sentido común, pero es menos sencillo y menos común de lo que parece. Anda uno atareado estos días con el estudio (crítico y parlanchín, of course) del teatro de los Machado, y no deja de llevarse sorpresas y decepciones, asombros y desencantos. No con este teatro, que piensa uno que es bien interesante, sino con las lecturas que de él se han hecho. Pase que los críticos, sin casi excepción, tengan por cosa asegurada y evidente, y poco menos que verdad eterna y revelada, que el teatro de siniestras marionetas y pobres muñecos de Valle Inclán es lo más plus, cumbre y cima de nuestro teatro novecentista. Esto es una preferencia, y cada uno tiene su alma en su almario, aunque al crítico le sea siempre exigible que razone sus gustos y exponga claramente sus inclinaciones y, si puede, las justifique. Pero antes de desembocar en la segunda acepción de leer (“entender o interpretar un texto de determinado modo”), hay que cumplir con la primera (“pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”). Y esto, que es lo que se exige a nuestros escolares (aunque sin mucho fruto, visto lo visto y según las estadísticas), no es mucho pedir que también sea lo primero que se exija a los críticos. Pero aquí es donde, inesperadamente, nos llevamos las primeras sorpresas. Como decía, anda uno enfrascado por estos días en la lectura del teatro machadiano, y lo primero que hace, después de leer atentamente los textos, es asomarse a la ventana a ver qué comentarios han suscitado en otros lectores parlantes. Y, también lo he dicho ya, se lleva uno inesperadas sorpresas. Pondré un solo ejemplo.

En 1928 estrenaron Manuel y Antonio su comedia Las adelfas. Hay en ella una mujer, Araceli, joven y viuda, que sufre alteraciones nerviosas, y que llama a un amigo suyo de la infancia, Carlos, que es médico, para consultarle. En los diálogos entre estos dos personajes sale al relucir el por entonces novedoso tema del psicoanálisis y el nombre del ya muy popular doctor Freud. De ahí los críticos, como en aguerrida legión, extraen que la pieza es una aplicación al teatro de la teoría psicoanalítica e incluso que el tal Carlos es un psicoanalista. Pero un pequeño detalle: en ningún momento de la obra se dice que Carlos sea psicoanalista, sino sólo médico, y médico, además, y esto sí que se afirma expresamente, que hace tiempo que no ejerce su profesión. Habla, pues, del psicoanálisis como pudiera hablar cualquiera medianamente informado. Y no habla, precisamente, en favor. Pero en todos los artículos, ensayos, libros… que conozco sobre Las adelfas se insiste una y otra vez en esto como clave de interpretación de la obra.

La obra habla por sí misma (y esto, me parece, era lo que estaba implícito en las tres reglas de Gustav Lanson), pero es que además no contradice, sino que se sigue de lo que los propios autores afirmaron reiteradamente. La actitud de Antonio Machado hacia el psicoanálisis fue siempre de reticencia, si es que no de clara oposición. En su Juan de Mairena dejará escrita esta desdeñosa alusión: “Los psiquiatras, sin embargo, pensarán algún día que ellos podrán saber de nuestras almas más que las viejas religiones aniquiladoras del amor propio, invitándonos a recordar unas cuantas anécdotas, más o menos traumáticas, de nuestra vida. ¡Bah!” Y ese “¡Bah!” ya nos lo dice todo. Los mismos autores, ahora los dos, Manuel y Antonio, se cuidaron de puntualizar la función del psicoanálisis en la obra y su valoración escasamente positiva del mismo en la “Autocrítica de Las adelfas” que publicaron en ABC: “Entre los personajes de nuestra obra figura un médico, que alude vagamente a las teorías de Freud, que conoce al dedillo, pero que no pretende exponer ni criticar. Tiene ideas propias sobre el mundo interior, algo anteriores a la boga del psicólogo austríaco. No tiene demasiada fe en el valor terapéutico del psicoanálisis. Lo estima, sin embargo, por su valor psicológico. Los autores sólo aceptan su utilidad para una dialéctica de teatro.” (Me he permitido destacar en cursiva las frases que me parecen más explosivas)

¿Cómo es posible que lectores avezados vean en el texto lo que no hay y, en cambio, no vean lo que hay? ¿Es que no han leído las obras? Sí, desde luego las han leído. Lo que ocurre es que leer es una operación menos mecánica de lo que supone la primera acepción del diccionario. La lectura es un diálogo entre el alma del texto y el alma del lector. Un diálogo casi siempre silencioso, pero que a veces, cuando el lector es un crítico, se deja también por escrito.

Ningún lector es pasivo. Tiene su personalidad, sus prejuicios, sus intereses, sus gustos o disgustos. Y, a veces, sólo escucha lo que le conviene, lo que quiere oír, haciendo oídos sordos al interlocutor, como los malos conversadores de tertulia de casino (ahora radiofónicas). Pero la operación de leer no se agota en el diálogo entre el texto y el lector, sino que pide continuarse, y acaso modificarse, en el diálogo del lector con otros lectores, anteriores o contemporáneos. Acaso la lectura no sea algo bipolar, sino algo más bien de estructura triangular. De la confrontación de unas lecturas con otras, de unas interpretaciones, y de unas impresiones, con otras, y de todas ellas con el texto de nuevo, saldrá una llama más viva que arroje luz, más luz, sobre lo que el texto dice pero no veíamos. Leer es, pues, iluminar. A condición, quizás, de que el propio lector no sea ya un iluminado. O sea, un enterado. O sea, alguien que crea que está ya al cabo de la calle.

lunes, 10 de agosto de 2009

La operación de leer (1 de 3)

[Renoir, La lectora, 1875]


La pobreza de nuestro lenguaje consiste en que no contamos con una palabra para cada cosa. Y por eso, casi siempre, la misma palabra vale igual para un roto que para un descosido y, cargada de ambigüedad y de polisemia, la echamos a rodar por el ancho mundo vago de vagas sombras platónicas. Amor, por ejemplo, es palabra multidireccional, que no sólo no significa sino que ni siquiera suena igual según quién la pronuncie, y según en qué circunstancias. En general, las grandes palabras, como justicia, libertad, progreso, Dios… necesitan, para ser explicadas y concretadas, no ya una entrada en el diccionario o en la enciclopedia, sino de gruesos libros y hasta de vastas bibliotecas para perfilar su sentido y reducir o delimitar su alcance, su verdadero y proteico y escurridizo significado.

Lo mismo ocurre con la palabra leer. Un verbo éste, leer, que aparentemente no ofrece mayor dificultad para poder acotar su significación.

Pero ya, en el diccionario mismo, empiezan las dificultades. Prescindiendo de los sentidos figurados, como “leer la palma de la mano” o “parece que me has leído el pensamiento”, nos encontramos con la primera acepción recta: “Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”. ¿Es eso leer? Claro. Lo que pasa es que leer es, o puede ser, bastante más que eso. La definición del diccionario vale para cualquier texto impreso, lo mismo el Quijote que el manual de instrucciones de la lavadora o el prospecto explicativo de un fármaco. Es una definición mecánica y superficial, y también una definición insuficiente, porque, aparte de dejar fuera a los ciegos, que no pasan la vista sino los dedos, ¿qué querrán decir con eso de “la significación de los caracteres empleados”? ¿Que se entienden las letras juntas, o sea, que la m con la a, ma? ¿Que se entienden las palabras? ¿Las frases? ¿El texto en su totalidad de intención? ¿Y hasta qué punto se comprende el texto y cómo se puede medir el grado de comprensión que alcanza un determinado lector? Supongo que aquí entra la variante que pudiéramos denominar “dificultad objetiva del texto”. Habrá textos sencillos, transparentes, porque apenas contengan ninguna dificultad léxica, sintáctica o conceptual. Otros, por el contrario, resultarán difíciles, como la Fenomenología del Espíritu, la Crítica de la Razón Pura, el Ulises de Joyce o el Polifemo de Góngora. O, por poner ejemplos más actuales, cualquier poema de Gamoneda o de Olvido García Valdés.

La dificultad objetiva del texto no es cosa baladí, sobre todo cuando se trata de la cuestión de la lectura en la enseñanza. Ahora sabemos, según nos advierten informes y estadísticas de organizaciones internacionales, que nuestros estudiantes apenas si comprenden lo que leen. Pero habría que saber qué leen, es decir, cuán fáciles o difíciles son los textos que se les dan a leer. Por lo que uno va viendo en las aulas, que para eso es del gremio, cualquier novela de la generación del 98 se les hace ya cuesta arriba a nuestros adolescentes (a un no pequeño número, por lo menos), y se quejan, se me quejan, de que les hago leer cosas muy difíciles y antiguas. De leer el Cantar de Mio Cid en su texto original, por supuesto, ni hablamos. Veo que cada vez más profesores de eso que un día se llamó enseñanza media, y que ahora no es más que una enseñanza primaria con pretensiones (y con pocos resultados, claro: para este viaje no hacían falta alforjas) se inclinan por los clásicos modernizados o arreglados en versiones jibarizadas e incluso por la “literatura juvenil”, sea eso lo que sea. Yo, por el momento, resisto. Y no soy el único.

Pero no siempre la dificultad objetiva del texto es el único obstáculo que se levanta ante el lector. Porque leer, según el diccionario, presenta otra acepción: leer es también “entender o interpretar un texto de determinado modo”. Es decir, que leer, sobre todo cuando de un texto humanístico o literario se trata, supone interpretación y crítica por parte del lector. El lector no es pasivo, no es tabula rasa, sino alguien que descifra, relaciona, coteja, re-crea de algún modo el texto. Julio Cortázar puso de moda la abracadabrante distinción entre el “lector hembra” y el “lector macho”. Luego, ante las airadas protestas de las feministas, y ante las sordas sonrisas de los que saben, tuvo que cantar la palinodia. El lector hembra era aquel que quería simplemente que le contaran una historia, y dejarse seducir, embrujar, raptar por ella. En cambio el lector macho (se supone que el lector ideal de la cortazariana Rayuela) era aquel que recreaba el texto, lo construía y era así algo como coautor. Ni que decir tiene que Cortázar no hacía más que hacerse eco de las novedades parisinas del estructuralismo y la deconstrucción, cuyas luminarias más célebres, por más osadas, fueron Foucault y Derrida.


(To be continued)

Antonio Machado y la masonería


[Viñeta cortesía de Canalsu]

Ya hablé en otra ocasión del asunto, y no quiero ser pesado. Pero me insiste Miguel d'Ors en que sí, en que don Antonio era todo un masonazo. Vaya por delante que a uno tanto le da que lo fuera como que no. Busquemos la verdad, nos plazca o nos incomode, y coincida o no con nuestras previsiones o nuestros deseos. Aquí es lo que nos interesa, nada más.

La especie de que don Antonio pertenecía en 1930 a la logia madrileña "Mantua" la lanzó en un artículo publicado en la revista "El sol de la fraternidad" (que se publicaba en Nueva York) en 1957 el historiador coruñés don Emilio González López, entonces exiliado y profesor en la City University of New York.

De ahí, y sólo de ahí, de ese artículo, salen todas las demás referencias: la de Joaquín Casalduero en su libro Antonio Machado, poeta institucionista y masón (1964) y la de todos los que la han repetido o dado por buena.

Pero véase lo que dice Paul Aubert en su artículo "Gotas de sangre jacobina": Antonio Machado republicano (en el libro Antonio Machado hoy (1939-1989), Madrid, Casa de Velázquez, 1994, pp. 309-362):

"González López indica que el poeta hubiera ingresado en 1930 en la logia Mantua pero no precisa cuándo lo hubieran iniciado, cuál hubiera sido su nombre simbólico, qué grado alcanzó, ni proporciona otro tipo de prueba. El nombre de Antonio Machado no figura en el fichero de la logia Mantua, y en los demás ficheros de la masonería no hay huella de su posible adhesión a la Gran Logia Española, ni de su vinculación a cualquier logia."


Aubert, que dice haber consultado la base de datos del Centro de Estudios de Historia de la Masonería Española (CEHME) de la Universidad Carlos III, concluye:

"Las reglas para ingresar en la masonería son las siguientes: petición del interesado, votación de los miembros con bolas blancas y negras, rito de iniciación. Sólo después de esto se puede asistir a las asambleas. De Machado ni siquiera hay huella de que haya querido ser iniciado. Mientras no aparezcan estos datos (y donde podrían estar no se han encontrado) la eventual pertenencia de Machado a la masonería sólo puede pensarse en términos de coincidencia cultural y política. Si no cabe dudar de la filantropía de cualquier masón, es difícil deducir de ello que cualquier filántropo sea masón."


Yo, por mi parte, no quiero añadir nada más. Al menos, por ahora.

sábado, 8 de agosto de 2009

La edad de la inocencia (Solución)


Debe de ser la procesión de María Auxiliadora. El señor que porta la bandera de Don Bosco, con los colores de la bandera nacional, es mi padre. Pero, ¿cuál de los tres niños soy, digo, más bien, era, yo? La pregunta es difícil. La solución, el lunes.

... Y hoy lunes, la solución, en los comentarios.

martes, 4 de agosto de 2009

Un soneto de Quevedo que no es de Quevedo

[Corot, Vista del Tíber y castillo de San Ángelo]

Todos admiramos el célebre y memorable soneto de Quevedo titulado "A Roma sepultada en sus ruinas":

Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!

Y en Roma misma a Roma no la hallas:

Cadáver son las que ostentó murallas,

Y, tumba de sí proprio, el Aventino.

Yace, donde reinaba, el Palatino;

Y limadas del tiempo las medallas,

Más se muestran destrozo a las batallas

De las edades, que blasón latino.

Soló el Tíber quedó cuya corriente

Si ciudad la regó, ya sepoltura

La llora con funeste son doliente.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura

huyó lo que era firme, y solamente

lo fugitivo permanece y dura.


Pero ocurre que este soneto de Quevedo no es de Quevedo, sino una versión de un poema latino escrito en la segunda mitad del XVI por Janus Vitalis Panormitanus (o sea, Giovanni Vitali de Palermo):


Qui Romam in media quaeris novus advena Roma,
Et Romae in Roma nil reperis media,
Aspice murorum moles, praeruptaque saxa,
Obrutaque horrenti vasta theatra situ:
Haec sunt Roma. Viden velut ipsa cadavera, tantae
Urbis adhuc spirent imperiosa minas.
Vicit ut haec mundum, nixa est se vincere; vicit,
A se non victum ne quid in orbe foret.
Nunc victa in Roma Roma illa invicta sepulta est,
Atque eadem victrix victaque Roma fuit.
Albula Romani restat nunc nominis index
Quinetiam rapidis fertur in aequor aquis.
Disce hinc, quid possit fortuna; immota labascunt,
Et quae perpetuo sunt agitata manent.

El poema de Vitali alcanzó tanta fortuna, que al menos conocemos once versiones en cinco lenguas distintas. Una de las más célebres, y anterior a la de Quevedo, es la de Joachim du Bellay (1522-1560):

Les Antiquités de Rome

Nouveau venu, qui cherches Rome en Rome
Et rien de Rome en Rome n'aperçois,
Ces vieux palais, ces vieux arcs que tu vois,
Et ces vieux murs, c'est ce que Rome on nomme.

Vois quel orgueil, quelle ruine : et comme
Celle qui mit le monde sous ses lois,
Pour dompter tout, se dompta quelquefois,
Et devint proie au temps, qui tout consomme.

Rome de Rome est le seul monument,
Et Rome Rome a vaincu seulement.
Le Tibre seul, qui vers la mer s'enfuit,

Reste de Rome. ô mondaine inconstance !
Ce qui est ferme, est par le temps détruit,
Et ce qui fuit, au temps fait résistance.

Uno observa estas cosas y se pregunta: ¿En qué diablos consiste la originalidad? Y se responde, después de mucho pensarlo, no crean, que cualquiera sabe.


lunes, 3 de agosto de 2009

La estación de los pobres (o el verano hace más de un siglo)

Muera Marta y muera harta.

La providencia, que así vela por los lirios de los prados y por los insectos que no hilan ni tejen, como por los pájaros que se pierden de vista por los aires, las truchas que nadan entre dos aguas en los ríos y los poderosos de la tierra, que huyendo de los ardores del estío se marchan con la música y los cuartos a otra parte, ha dispuesto en su infinita e insondable sabiduría que lo pobres tengan también una estación del año para ellos: el verano.

El verano es, en efecto, una estación democrática por excelencia: inaugurado con la popular verbena de San Antonio de la Florida, célebre en Madrid, y festejada con las poéticas e inolvidables veladas andaluzas de San Juan y San Pedro, de Santiago y Santa Ana, el verano es la estación de la clase jornalera, un oasis en su azarosa vida. Durante esta época, en que florecen los nardos y la albahaca, y en que los blanquísimos jazmines, asomándose por entre las enredaderas y las parras cargadas de racimos, entonan un himno de alabanza a la Naturaleza y murmuran palabras de cariño en los oídos de los enamorados, enviándoles en forma de esencias embriagadoras, billetes amorosos que la pluma mejor cortada no acertaría a transcribir, el pueblo vive...

Dicen que allá, en el extremo Sur de la Península, en las fértiles comarcas de Andalucía, donde un sol casi africano despliega indomable pujanza, existen pobres segadores que con el cuerpo inclinado, la hoz en la mano, con la piel seca y echando fuego, jadeando muchas veces de sed y sintiendo sobre la irritada piel el aguijoneo constante de la raspa de la espiga que le provoca y desespera, punzándole en el pecho, y en la mano, y en los ojos, y en las mejillas para mayor insulto, sin una brisa de aire que respirar, caen, para no levantarse, asfixiados de calor, entre las rubias mieses, que, conducidas en carros en pintorescas gavillas, han de servir luego de fúnebre cortejo al infeliz obrero que, por llevar un pedazo de pan, no siempre blanco, a sus infelices hijos, ha sucumbido al pie de las que unos siembran, labran, siegan y recogen, para que otros coman.

Las máquinas, redimiendo al obrero, llegarán a reparar estas injusticias, y el despiadado sol, esclavizado al hombre, ejecutará sumiso y obediente, uncido a la máquina, el trabajo que un obrero inteligente, cómodamente recostado en la sombra, le ordenará hacer en desagravio de la crueldad que desplegó para con sus hermanos.

Mientras llega este día, lejano, sí, pero no remoto ni con mucho, cuando leáis en los periódicos la noticia de los segadores que mueren asfixiados de calor, apartad la vista de esos renglones, y fijadla en los bailes, saraos e inocentes juegos con que se recrean los aristocráticos concurrentes a Biarritz, a Mónaco y a Baden Baden.

¡Qué hermoso es el verano! ¡Qué pintoresco está un mercado en esta época! Las plazas de abasto parecen en esa época verdaderas exposiciones de pinturas modernas. ¡Qué vigor en los contornos, qué pureza en las líneas, qué corrección en el dibujo, qué calor en los tonos, qué verdadero poema de colorido, que diría un crítico. Allí el verde pimiento y el encendido tomate, la negra breva y la pálida manzana, se hallan confundidos con la obesa y encarnada sandía, abierta en dos mitades, y el riquísimo melón con la pequeña cala que muestra un interior de amarillo mate, de ese amarillo magnolia que recuerda el amarillo distinguido anémico, revelador casi siempre de una aristocracia tan rica de dinero como pobre sangre; allí, todos lo colores que el pintor combina en su paleta tienen en alguna fruta, planta o legumbre, adecuada representación. Sin embargo inútil es decirlo, los colores vivos predominan. Lo intenso del calor excita hasta a la naturaleza inanimada que se muestra en esa estación insolente y provocativa.

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¡Qué bien come el pueblo en el verano! ¡Qué panzadas de agua se echa al coleto para solemnizar la fiesta! Nada menos que medio botijo de una sentada vi beberse una vez a un albañil, después de comerse, cruditos y como los produce la mata, dos tomates que metían miedo y un pepino de regular calibre. ¡Qué ensaladas de pimientos más apetitosas las que hacen! ¡Qué tajadas de sandía las que se engullen! ¡Qué racimos de uvas, más negras que su negra fortuna, las que se meten entre pecho y espalda! El verano es la época en que lo pobres comen algunas veces y casi viven; en un periquete fraguan una comida en estos tiempos; el sol, tan cariñoso con los suyos, se encarga de alumbrar desde más temprano y apagar las candilejas mucho más tarde; él se encarga también, gratuitamente por supuesto, de hacer innecesario el combustible: ¿qué le importa al obrero que en verano el cobertor tenga media vara más o media vara menos? La sombra de los árboles en calles y paseos le ofrece en las horas de la siesta cama, no diré blanda pero sí espaciosa. El verano es decididamente una gran época para los que en invierno no tienen combustible ni luz ni abrigo, ni aun los recursos necesarios para “comer caliente” en la mayor parte de los casos.

A estas ventajas innegables oponen los descontentadizos algunos reparos: el verano es ocasionado a cólicos y tabardillos; estas dos enfermedades y las epidemias hacen más estragos por lo común en la clase obrera que en las clases mejor alimentadas y preservadas de los rigores del sol. No sólo en los campos, sino en las ciudades, la clase de albañiles, especialmente, resiste todo el día el sol cayendo a plano sobre su cabeza; a las doce en punto, y cuando ya los dueños consideran que, por la posición del sol en el meridiano, el trabajador más rudo ha podido aprender de un modo práctico el modo de echar la plomada para que los muros salgan perpendiculares, los albañiles descansan un par de horas, para volver, repletos de tomates y pimientos y agua de Lozoya, a la pesada faena de apisonar la tierra o colocar el ladrillo.

Los pobres tienen, pues, dos estaciones al año. El invierno, en que se mueren “sin comer”, y el verano, en que suelen morir por comer mal. Entre una y otra estación, yo creo, como ellos, preferible esta última, pues, siquiera sea de cosa tan insustancial como los tomates y los pimientos, al cabo, al morir, podrán llevarse el consuelo al otro barrio de aquella piadosa mujer que, viéndose víctima de una indigestión, exclamaba: Muera Marta y muera harta.


(Antonio Machado y Álvarez, Obras completas, edición de Enrique Baltanás, Sevilla, 2005)